lunes, 14 de diciembre de 2015

Antes yo era tu hijo, ahora eres mi madre...

Tiene que haber sido uno de mis primeros veranos en Pichilemu. Tengo ese recuerdo incrustado en mis entrañas. En ese tiempo en que en la esquina no habían videos. Una tarde soleada en la que mi hermano Andrés y yo fuimos a jugar Double Dragon a los videos que estaban en la misma cuadra del ya extinto Bazaar Patty. Ahí estaba la máquina, con gente esperando para jugar la novedad. Nuestra madre nos esperaba, paciente, que fuera nuestro turno. Andrés se puso en cuclillas para meter nuestras fichas por entre las piernas de los dos jugadores actuales y uno de ellos al sentirlo lo empujó con la pierna y mi hermano se cayó. En ese preciso instante y sin titubear mi madre tomó del hombro al tipo y lo reprendió alegando que el niño no andaba sólo sino con su madre.

Aún hoy, después de tanto años, mis ojos se tornan vidriosos al recordarlo.

Hace tiempo atrás escribí sobre mi padre, y hoy, después de mucho tiempo y agua bajo los distintos puentes me dispongo a escribir sobre mi madre.

Puede ser por la fecha, pero cuando pienso en mi infancia y en la relación con mi madre se me vienen a la mente las navidades. Ella siempre se preocupó y tuvo su dedicación para que nosotros tengamos navidades lo más lindas posibles. Solíamos ir a buscar juntos un pino al Cerro La Cruz los días previos, ella solía poner cajitas de fósforos con monedas de $100 en su interior: para un niño cuya máxima felicidad la medía en fichas en esos años una moneda de cien era el cielo mismo. Recuerdo también aquella navidad en que colgó viejitos pascueros de chocolates, que se iban perdiendo uno por uno (o a veces de a más) y los envoltorios luego aparecían misteriosamente bajo la cama de nuestro hermano menor. Pero sin lugar a dudas, una de las últimas navidades más épicas fue aquella en que recibimos nuestra primera consola de videojuegos, la que estaba oculta en el ropero y que cada vez que quedábamos solos con mi hermano mayor la sácabamos y nos poníamos a jugar a escondidas antes de la navidad.

No hay duda, esa consola y la felicidad de niños que nos otorgó era obra de nuestra madre.

Nadie mejor que mis hermanos y yo sabe el miedo que se siente que le tiren un zapato y más encima te hagan llevarlo de vuelta para que te lo vuelvan a lanzar. Nadie mejor que nosotros sabe que nuestra madre sólo cuenta hasta 5 porque según ella no le enseñaron más.

Recuerdo noches de invierno escuchando música con mi madre en el local del tío Polito. Paseos nocturnos por La Costanera sembrando palmeras y largas caminatas repartiendo telegramas. Lo que para mí en ese tiempo parecía sólo una distracción; para ella era mucho más que eso. Porque mi madre sabe de sacrificios como nadie más, sabe de hipotecar juventud y adultez, sabe de callar y sufrir sin que sus hijos la vean, porque tal como en la historia que da inicio a este post, ella jamás dejaría que alguien nos hiciera daño.

Hoy escribo con pena, porque mi madre ayer lloró por horas. Mi madre tiene un dolor inmenso muy dentro en el alma. Y me siento inútil de no poder ayudarla, y se me sobrecoge el corazón al pensar que posiblemente nada en este mundo le dé un poco de consuelo para aliviar esas lágrimas. Esta noche sólo me queda la secreta esperanza de que algún día pueda borrar este último párrafo y junto con las letras se vaya su dolor también...


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